martes, 24 de noviembre de 2009


Al fin que allá están peor

En México la tasa anual de homicidios es de 18 por cada cien mil habitantes. Es decir, tres veces la tasa mundial. Pero no hay que preocuparnos, al cabo que en Colombia es de 39 y en El Salvador, de 55.

Los números en Brasil son parecidos a los de nuestro país: 19 homicidios por cada cien mil personas. Sólo que allá están más preocupados, y desde hace varios años, porque en lugar de imputar la responsabilidad de estos asesinatos al enfrentamiento entre cárteles de drogas y pandillas, los brasileños lo perciben como un problema de violencia policial.

Sucede que en las favelas brasileñas, los policías tienen cheque en blanco para matar. En palabras de algún analista, si un policía en Río mata a alguien, esa persona se convierte, ipso facto, en un narcotraficante. Expertos en el tema se preguntan a qué se debe que en una democracia la policía despliegue los niveles de brutalidad que ejercen en aquel país, principalmente en contra de jóvenes pobres y de piel obscura. La respuesta que dan algunos es que se trata de una herencia de las dictaduras militares que dominaron el país en décadas anteriores.

A diferencia de otras instituciones, que con el derrocamiento de los gobiernos militares han sido reformadas hacia una lógica más democrática, la policía permaneció casi intacta. La derecha, pensó que era buena idea mantener algunas de las instituciones estables. La izquierda, pensó dos cosas: a) que la policía representaba un instrumento de control por parte de los conservadores, por lo que a los liberales no les tocaba intervenir; y b) que la necesidad de una policía es consecuencia de problemas estructurales, mientras que el deber de la izquierda estaba en atender las causas de fondo. Al lavarse las manos, los sectores de la izquierda brasileña tácitamente permitieron que la policía conservara la estructura que desarrolló durante la dictadura.

Lo anterior implica que en cada estado hay dos policías: la civil y la militar, sin coordinación entre ellas y en constante tensión. Implica una fuerza pública que, lejos de producir condiciones de seguridad, es perpetradora de algunas de las peores atrocidades. Implica una ausencia de mecanismos de rendición de cuentas y el consecuente abuso del poder, que han ocasionado que la gente tema más a la policía que a los militares. Y esto a pesar de la carga histórica del ejército tras dos décadas de opresión por parte suya.

En México, la ausencia de un régimen militar explícito amortiguó en años pasados la percepción sobre la necesidad de una reestructuración de las fuerzas policiales. Pero lo cierto es que las demandas en torno a violaciones de derechos humanos por parte de la policía son abundantes. Lo cierto también es que las principales reformas a las leyes de seguridad pública se han dado en tiempos de fuerte represión.

Habría que examinar si la actual estructura de la fuerza pública es herencia de la Guerra Sucia. Habría que investigar cuántos de cada 18 homicidios son cometidos por integrantes de la policía. Y habría que preguntarnos qué tipo de propuesta se puede ofrecer, desde la izquierda, para reformar esta institución. Sobre todo en un contexto en el que está de moda proceder con la fuerza pública para ahorrarse otros canales de acción. Esto para evitar que, por lavarnos las manos y achacar el tema al otro lado del espectro, la cosa se ponga aún peor y en lugar de compararnos con Brasil, empecemos a analizar el caso de El Salvador.



martes, 17 de noviembre de 2009


Prototipo antipolítico

Hace tiempo leí en un periódico que se referían a Juanito como “el prototipo de la antipolítica.” Esto por ser analfabeta, ignorante, sin principios y ambicioso, es decir “el retrato de la ridiculez y la desvergüenza”.  
Dicen que en Bogotá también hay un antipolítico, un señor de nombre Antanas Mockus. Él también parece ser bastante desvergonzado porque cuando era rector en la Universidad Nacional de Colombia, se bajó los pantalones frente a un auditorio de estudiantes para captar su atención. Después de eso se volvió famoso y lo eligieron alcalde en 1995, y en 2001.

Antanas estudió matemáticas y filosofía, y durante años se dedicó a la enseñanza y la academia. Pero su incursión en la política no implicó abandonar estos ámbitos por completo. Cuando quedó al frente del gobierno en la capital colombiana, que describió como “un aula de 6.5 millones de personas”, el profesor no dejó atrás los métodos didácticos. Para su gabinete se olvidó de las figuras políticas y un séquito de académicos ocupó los cargos más importantes. Con este soporte, su administración fue un constante experimento social para combatir la corrupción, inseguridad, violencia e impunidad que aquejaban a la ciudad.

El principal motor de las acciones de Mockus es, según sus palabras, una pasión por enseñar. Su idea es que cuando la gente conoce las reglas, “y se familiariza con ellas a través del arte, el humor y la creatividad, es más probable que acepte el cambio”. Sobre esta base implementó una serie de medidas inusuales con las que hizo frente a los principales problemas en Bogotá. Sus métodos van desde fundar un club de taxistas honestos hasta organizar una “”Noche de las mujeres,” en la que los hombres permanecieron en casa cuidando a sus hijos y 700,000 mujeres salieron a celebrar.

Cuando en Bogotá hubo escasez de agua, en televisión aparecieron imágenes de Mockus dándose un baño, y mostrando cómo hay que cerrar el agua mientras uno se enjabona. El efecto fue inmediato: en dos meses se redujo en 14% el consumo. Después, gracias a incentivos económicos, la reducción en el uso de agua en Bogotá llegó a ser del 40%. Levanten la mano los que quieren ver imágenes de Ebrard en la regadera.

Cuando el número de personas que morían por accidentes viales era preocupante, Antanas contrató a 420 mimos para que dirigieran el tráfico en Bogotá. Su trabajo: ridiculizar a los peatones que no respetaran los pasos de cebra, porque el alcalde pensaba que los colombianos temen más a quedar en ridículo que a pagar una multa. Cierto o no, las muertes por accidentes automovilísticos se redujeron en 50% durante su mandato. Pero quizá los chilangos perderíamos nuestra esencia si dejáramos de cruzar las calles por donde nos da la gana.

Cuando no le alcanzaban los dineros, pidió a la gente que pagara un 10% adicional de impuestos voluntarios, y 63,000 ciudadanos lo hicieron. El cambio de actitud de los bogotanos respecto a las contribuciones fiscales fue evidente en 2002, cuando el gobierno recaudó más del triple de ingresos que en 1990, gracias en parte a un aumento en los impuestos que Mockus anunció desde su candidatura. Esto funciona cuando la gente confía en una buena administración. ¿Cuántos defeños le daríamos una ayudadita a Marcelo, a nombre de la confianza y la amistad?

Con medidas de este estilo, Mockus tuvo logros importantes. Alcanzó una reducción del 70% en la tasa de homicidios, abasteció de agua potable a todas las casas de la ciudad y proveyó drenaje al 95%. Pero más valiosa fue la transformación de la cultura cívica de los bogotanos, que llevó a un aumento en su participación e involucramiento para enfrentar los problemas de la ciudad.

Hay quienes dicen que Antanas Mockus es el prototipo del antipolítico en América Latina. Pero si en México la alternativa se encarna en un Juanito, si a eso se reduce nuestra imaginación para pensar fuera de los moldes tradicionales de la política, entonces ¿qué esperanzas?




martes, 10 de noviembre de 2009


Dicen que en otras partes…

Me cuentan que en Bogotá, son mimos quienes controlan el tráfico en las calles, y que Porto Alegre fue el primer lugar en implementar el presupuesto participativo. Me cuentan también que el gobierno de Islandia te maneja el ADN de todos sus habitantes y que en Buenos Aires calculan los impuestos a partir de un sistema satelital para evidenciar a los evasores.

Dicen los que saben que este tipo de medidas han incrementado la participación ciudadana, aumentado los niveles de seguridad, y promovido un mayor desarrollo económico, social y tecnológico en distintas partes del mundo. Yo me pregunto si quizá algunas de ellas funcionarían en el país.

Las vacas sagradas de la materia ya me estarían recordando que no hay que replicar políticas, que cada contexto específico requiere de un diseño institucional determinado. Cierto. Pero tal vez haya algo que aprender de experiencias exitosas, y fracasos, en otras partes del mundo a pesar de las innegables diferencias contextuales. Y si este aprendizaje no se da directamente en términos de formulación de políticas públicas, al menos servirá para enriquecer el debate y los procesos de reflexión que, eventualmente, quizá se reflejen en una administración más creativa y eficiente.

Voy a tomar como ejemplo el sistema de seguridad en el Reino Unido, en donde cientos de miles de cámaras de alta tecnología vigilan las calles y espacios de las ciudades. El circuito cerrado de televisión (CCTV) se utiliza como política de seguridad publica desde los noventa. Aunque no hay datos oficiales, la cifra más citada coloca el número de cámaras en el país en 4.2 millones, lo cual implica una cámara por cada 14 habitantes. Los aparatos más sofisticados tienen capacidad de reconocimiento facial: el sistema conecta una imagen de un rostro en alta definición a una base de datos, con lo cual registra la identidad del individuo.


La efectividad del sistema depende de lo que se quiera lograr. La mayoría de los estudios muestran que en el Reino Unido no ha implicado una disminución en el crimen ni un aumento en la resolución de casos de delito común. No obstante, los beneficios del CCTV se encuentran en la información que aporta a las investigaciones más complejas: fue con información del CCTV con lo que se identificó a cinco de los involucrados en los ataques suicidas en Londres en 2005.

Un análisis de los factores logísticos, administrativos y políticos, reflejaría una enorme dificultad para implementar un sistema similar en México. Aún así, la medida da lugar a reflexiones en torno a la relación entre el Estado y la sociedad, relevantes también en nuestro país.

Un sistema como el CCTV implica, necesariamente, una ampliación de la lógica del Estado hacia el terreno de lo privado y una reducción de las garantías individuales, en nombre de la seguridad. En el Reino Unido, la polarización en las opiniones se ha intensificado ante las novedades tecnológicas que permiten cada vez mayores invasiones a la privacidad de las personas, pero que aparecen en pleno clima de miedo e inseguridad por parte de la población.

En México se siente un clima de fuerte inseguridad. Pero ¿qué daríamos a cambio de ver en la cárcel a los delincuentes más peligrosos? Si el costo es una mayor intrusión del Estado en nuestras vidas, ¿hasta dónde estaríamos dispuestos a permitirla? ¿Hasta dejar que nos rastreen con cámaras por toda la ciudad, o nada más hasta permitir la entrada a nuestras casas de un judicial sin orden de cateo?