miércoles, 10 de noviembre de 2010

Ojos bien cerrados




Por encima del Río Suchiate cruzan los puentes fronterizos Ing. Luis Cabrera y Dr. Rodolfo Robles, entre Ciudad Hidalgo, México, y Tecún Umán, Guatemala. Cada día, unas 500 personas atraviesan legalmente de un país a otro por estos puntos de acceso. Si uno se asoma hacia abajo desde cualquiera de los puentes y abre los ojos, puede ver decenas de balsas construidas con llantas de hule y vigas de madera que vienen y van de un lado al otro de la frontera. De Hidalgo a Tecún transportan mercancía, y en la otra dirección, personas. En estas balsas, a sólo algunos metros de los puentes y las casetas, plenamente visibles por las autoridades migratorias pero sin autorización legal, decenas de personas entran cada día a México. Gran parte de ellos son centroamericanos, aunque también vienen de Sudamérica y del Caribe, e incluso de África, Asia y Europa.
Aunque no hay cifras oficiales, se calcula que 170 mil personas entran cada año al país con el objetivo de cruzar a EEUU. Pero antes, tienen que atravesar 4,000 kilómetros de territorio mexicano. La mayoría entra sin permiso legal, lo que los coloca en una situación de vulnerabilidad ante las autoridades mexicanas y los grupos de delincuencia. Para que México otorgue un permiso de tránsito legal hay sólo un requisito: que cuenten con VISA para EEUU. Es decir, si Estados Unidos autoriza a una persona a ingresar a su territorio, esta persona puede pasar por México. Pero si no tiene permiso de entrar a territorio estadounidense, tampoco podrá entrar a México como transmigrante. Así, la política migratoria mexicana está en función de los intereses del vecino del norte. La consecuencia es que cientos de miles de personas se ven obligadas a atravesar el país en la clandestinidad, con todos los riesgos que esto implica.
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Durante el mes de septiembre, pasé algunas semanas en un albergue para migrantes en Tapachula, Chiapas. Quería diseñar un proyecto relacionado con la situación migratoria en la región. Contacté al Padre Flor María, director del albergue para migrantes, y aceptó recibirme. “Quiero que vivas esta experiencia por completo,” me dijo al llegar, “por eso no te voy a dar nada que hacer. Usa todo tu tiempo para hablar con los huéspedes de la casa. A ver qué aprendes de ellos.” Y así, a través de las historias de migrantes y refugiados de todos los continentes, me asomé durante algunos días a un México que parecía distinto al que siempre he conocido.
En México hay alrededor de 50 albergues de migrantes, distribuidos en diferentes ciudades y financiados por la Iglesia Católica u otras organizaciones de la sociedad civil. Ofrecen estancia y comida sin costo a los migrantes durante tres o cuatro noches, para que descansen y luego continúen su viaje. En Tapachula hay dos: el Albergue Belén, del Padre Flor de la orden scalabriniana, y Jesús el Buen Pastor, donde la señora Olga Sánchez recibe a los migrantes que, por enfermedad o lesiones serias, no pueden continuar su viaje. Aquí llegan los hombres, mujeres y niños que han perdido alguna parte del cuerpo al caer del tren.
El primer día que pasé en el albergue no supe bien qué hacer conmigo. Me sentía incómoda por ser casi la única mujer entre 50 hombres, y casi la única mexicana entre decenas de extranjeros. Después de la cena me encontré con un grupo de hombres jugando cartas y me invitaron a jugar. A partir de entonces nos fuimos volviendo amigos, y durante las siguientes semanas me obligaron a replantear casi todo lo que había asumido sobre la migración.  
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Nelson tiene 25 años y es salvadoreño. Nació en el pueblo de Sonsonate y vivió ahí hasta hace poco cuando se mudó a San Antonio del Monte, junto con sus hermanos Julio y Carlos, para ir a la universidad. Entre los tres abrieron un Ciber Café para mantenerse mientras estudiaban. Pero en El Salvador, abrir un negocio tiene un precio alto. Las ciudades están bajo control de las pandillas y cualquiera que desee hacer uso de suelo debe atenerse a sus reglas y pagar la cuota mensual de 300 dólares. A cambio, los pandilleros prometen no matarte, ni quemar tu local. Tú decides si la pagas. Ellos tres decidieron irse. Juntaron todos sus ahorros, dejaron a un amigo a cargo del Ciber, y se subieron a un autobús rumbo a Guatemala. Con 100 dólares cada uno, el plan era cruzar a Estados Unidos. Llegaron hasta Veracruz. Ahí, un grupo de Zetas los secuestró y torturó. No pudieron continuar el viaje y, casi dos meses después, nos encontramos en el Albergue Belén.
Antes era más fácil cruzar. El tren salía desde Tapachula, las personas se subían en los techos y viajaban hasta el siguiente poblado, en donde comían y descansaban para volver a treparse. El principal peligro era que las autoridades migratorias o policiales los extorsionaran o, en el peor de los casos, los deportaran. Pero en años recientes el secuestro por parte de las bandas de crimen organizado se ha convertido en la principal amenaza. De septiembre de 2008 a febrero de 2009 la CNDH detectó casi 10 mil casos de migrantes que habían sido secuestrados en su paso por México. Esta cifra es sólo una fracción del total, ya que el índice de denuncia es mínimo. Además, en lo que va del 2010 el número ha ido en aumento, a pesar de que el total de transmigrantes en territorio mexicano ha disminuido.
Debido a la logística de su viaje, los transmigrantes se vuelven blanco fácil para este tipo de crímenes. Incluso suponiendo que fuera económicamente viable, no podrían viajar en autobús. En las carreteras del sur de México hay garitas del Instituto Nacional de Migración, agentes migratorios o militares abordan los camiones para revisar los papeles de algunos pasajeros. La elección se hace en base a las características físicas. Yo viajé con un amigo de Tapachula a Arriaga, y en un trayecto de cuatro horas nos pidieron nuestras identificaciones cuatro veces. “Tenemos la orden de revisar a todos los que no parezcan de la región,” nos explicó un soldado. “Ahora sí que les tocó por ser güeritos.” También les tocó a los dos más morenos del camión.[1] Si alguno no puede acreditar su legal estancia en el país, los mandan a una estación migratoria y lo deportan.
Por eso viajan en tren. Pero el tren ya no pasa por Tapachula, y los migrantes que entran por ahí deben de llegar a Arriaga de otra manera. Viajan en combis de pueblo a pueblo y para esquivar a las autoridades migratorias se bajan un poco antes de llegar a la garita. Entonces caminan; para alejarse de la carretera se adentran en el campo, la selva o los montes. Más adelante, varias horas después, se suben a otra combi. Gran parte de los secuestros de migrantes ocurre en este punto, cuando se ven obligados a transitar por territorios remotos.
Pero los secuestradores no necesitan esconderse para atrapar a sus víctimas. Los Zetas controlan toda la ruta de paso. Los polleros les pagan una cuota de 200 dólares por cada persona que quieran cruzar. Las personas que vienen sin guía, como Nelson y sus hermanos, es difícil que crucen. En el tren viajan centroamericanos y mexicanos que se hacen pasar por migrantes y reportan a los Zetas cuántos viajeros vienen en cada vagón. Así, cuando el tren llega al siguiente pueblo, los Zetas ya están ahí y saben exactamente cuántos vienen de cada país. Ninguno escapa.
El secuestro de transmigrantes es un buen negocio para las bandas de crimen organizado. Primero, porque son un  blanco fácil y, al no existir registro de su presencia en México y estar lejos de sus familias, su desaparición pasa desapercibida durante más tiempo que en otros casos. Además, denunciar implicaría entregarse a las autoridades y ser deportados por estar en el país sin papeles, por lo que muchos prefieren pagar el rescate y seguir con su viaje. Según la CNDH, la cuota de rescate es de entre 2000 y 5000 dólares, con un promedio de 2500. A pesar de las condiciones de pobreza que enfrentan las familias de las personas migrantes, casi siempre pagan el rescate o, al menos, una fracción. De no ser así los secuestradores matan a la víctima frente a los demás. La actividad genera más de 25 millones de dólares al año, y la cifra va en aumento.
El incremento en los secuestros a migrantes está relacionado con el combate al narcotráfico por parte del gobierno calderonista. Bandas delictivas como Los Zetas, que están entre las más perseguidas por las autoridades, han tenido que buscar formas alternas de financiamiento. Un razonamiento así está detrás del argumento de Alejandro Poiré, en el que sostuvo que si se legalizaran las drogas, los narcotraficantes buscarían otras actividades ilegales. 
Sin embargo, en este razonamiento falta una pieza clave. Los secuestros se hacen tan abiertamente que es imposible negar la complicidad de las autoridades. “Aquí todos sabemos quiénes son los que secuestran. Si las autoridades no los detienen es porque no quieren,” dice el padre Heyman, director de la Casa del Migrante en Arriaga. Afuera del Albergue Belén todas las tardes se sientan cinco hombres que trabajan para los Zetas. Son los “orejas”: buscan obtener información sobre los migrantes que llegaron a Tapachula y las rutas que van a seguir. Todos saben que son Zetas pero llevan meses ahí, e incluso han llegado a hospedarse en el albergue, sin que nadie los detenga. Aunado a esto, el envío de dinero de las familias centroamericanas a los secuestradores a través de Western Union sería insostenible sin la complicidad de empresarios. Mientras este tipo de conductas por parte de autoridades y civiles se permita, el combate al crimen organizado será imposible. Con o sin legalización de las drogas.
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Hace poco, Amnistía Internacional presentó su informe “Víctimas Invisibles. Migrantes en Movimiento,” que sirvió como base para el documental de Gael García, “Los Invisibles”. El tema de los transmigrantes centroamericanos ha sido objeto de fuerte atención mediática en fechas recientes, no sólo en medios de comunicación sino también en los tres foros internacionales sobre migración que han tenido lugar en nuestro país en las últimas semanas. Tanto se habla de ellos que pareciera que no son tan invisibles.
Sin embargo, la situación de los transmigrantes en México representa una crisis – y gravísima. Justamente porque no los vemos. Así como las personas indocumentadas son invisibles ante la ley porque no existe un registro de su presencia que permita considerarlas, muchas veces acaban siendo invisibles también ante la sociedad porque no entendemos lo que implica su condición y, por lo tanto, no forman parte de nuestro marco de pensamiento. Al igual que ante otras cosas desagradables o dolorosas, hemos decidido cerrar los ojos. Los transmigrantes viven en uno de esos otros Méxicos que insistimos en negar como el propio. Y mientras sigamos viviendo una vida paralela sin preocuparnos ni ocuparnos de lo que el otro enfrenta como realidad, independientemente de lo que el gobierno haga o deje de hacer jamás seremos una sociedad que respete las más básicas condiciones de dignidad humana.



[1] Una de las disposiciones más polémicas de la Ley Arizona SB1070 era el hecho de que las autoridades podrían basarse en las características físicas para exigir a las personas que se identificaran como ciudadanos estadounidenses. Resulta que hacemos exactamente lo mismo, sólo que por fuera de la ley, porque en México no hay ninguna ley que nos obligue a cargar una identificación para transitar de un estado a otro.

martes, 2 de febrero de 2010

Militarización y violación


En la guerra de Bosnia, entre 20 mil y 50 mil mujeres musulmanas fueron víctimas de abuso sexual por parte de soldados serbios. Durante la guerra del Congo, se estima que los militares violaron a 200,000 mujeres. En el genocidio de Rwanda, los reportes de la ONU calculan que entre 250,000 y 500,000 ruandesas fueron abusadas sexualmente. Así, la violación como arma de guerra se ha utilizado en diversos conflictos armados. A diferencia de un abuso sexual común, en estos casos no se trata de actos aleatorios u ocasionales, sino de una estrategia sistemática de guerra psicológica promovida por los mandos militares.
En México, la violación sexual a civiles por parte de miembros de las Fuerzas Armadas también existe. Desde que llegaron los guachos aquí a la comunidad, violaron a las mujeres. Así hacen ellos. A las niñas les da miedo ya ir a la escuela, porque saben que ahí anda todavía el militar y no se ha hecho justicia. Este es un fragmento de la historia de Natalia, una campesina indígena de Ayutla, Guerrero. Para ella, los militares no representan disciplina, orden y solidaridad, que de acuerdo a encuestas la opinión pública mexicana coloca como los principales atributos del Ejército. En cambio, para gente como Natalia los guachos son sinónimo de represión, abuso y miedo. Su percepción surge a raíz de los abusos cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas en contra de la población civil. La violación de las mujeres es una de las formas más tangibles y más crueles de estos abusos.
Como en los casos de Bosnia y Congo, tampoco aquí se trata de actos aleatorios. Si bien en México no existen,  ni con mucho, los números de violaciones sexuales que se reportan en otros conflictos, de acuerdo con los habitantes de Ayutla estos abusos se presentan sistemáticamente, como parte de una estrategia de contrainsurgencia con la cual el gobierno federal busca desarticular movimientos sociales en la región.
Quizá las historias más representativas en la región son las de Inés y Valentina, dos indígenas me’phaa que fueron violadas por miembros del Ejército Mexicano en 2004. Ambas forman parte de la Organización de Pueblos Indígenas Me’phaa, OPIM, que surge como reacción a la masacre cometida por el Ejército en El Charco en 1998. Desde entonces la OPIM, con ayuda del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, se ha dedicado a documentar y denunciar los abusos de las Fuerzas Armadas en la región.
“Los guachos desde siempre han violado a muchas mujeres. Pero a las que violaron más reciente, eran precisamente compañeras nuestras de la OPIM. ¿Por qué violaron justamente a estas dos compañeras? Quieren espantarnos, por ser defensores de derechos humanos,” dice la presidenta de la organización me’phaa.
Las denuncias por la violación de ambas mujeres se levantaron y las autoridades mexicanas han sido lentas e ineficientes en las investigaciones, como lo han sido ante las quejas por otros abusos cometidos por el Ejército y documentados por la OPIM. Sin embargo, los casos de Inés y Valentina han obtenido una proyección internacional gracias al apoyo de organizaciones externas como Tlachinollan y Amnistía Internacional. Actualmente ambos casos se encuentran en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, esperando una resolución.
Por mientras, Inés, Valentina, y varios otros miembros de la OPIM y Tlachinollan están bajo medidas cautelares, debido a amenazas de muerte que han recibido y que, en algunas ocasiones, se han cumplido. Tal es el caso de Lorenzo, hermano de Inés, quien después de recibir amenazas directas fue asesinado. Las circunstancias de su muerte aún no se aclaran y las investigaciones no han avanzado en encontrar al culpable, pero para Inés la cosa está muy clara. “A mí me violaron los guachos, me mataron a mi hermano Lorenzo, a él porque fue el que me apoyó para hacer mi denuncia de la violación.”
Los soldados en México son, según la opinión pública, disciplinados (90%), solidarios (80%), honestos (68%), tolerantes (63%), y respetuosos de los derechos humanos (64%).[1] Y ojalá esos sean los soldados que hoy andan por todo el país combatiendo el narcotráfico. Pero los guachos, esos que están en Ayutla, esos que violan y matan y torturan, esos son otra historia.... ¿O no?


[1] Ver: Encuesta Nacional IPSOS-BIMSA/El Universal: Imagen del Ejército Mexicano. 2007. Los porcentajes representan a las personas que respondieron que asocian al Ejército Mexicano “mucho” o “algo” con los atributos mencionados.

martes, 12 de enero de 2010

Donde a los soldados les dicen guachos


En Ayutla de los Libres, municipio de la Costa Chica de Guerrero, a los soldados les dicen guachos. Y así como cambia el nombre, parece que cambiara también la figura, o lo que ésta representa. Mientras que la opinión pública nacional, de acuerdo a encuestas, califica al Ejército como una de las tres instituciones más confiables del país, en las historias de la gente de Ayutla los militares significan miedo, represión y abuso de poder.

Algunos dicen que los guachos llegaron a Ayutla desde los setenta, durante la Guerra Sucia cuando combatieron a los movimientos guerrilleros de Cabañas y Vázquez, y que desde entonces han permanecido ahí. Para otros, la memoria histórica es corta: dicen que los soldados llegaron en 1994 en respuesta al levantamiento zapatista. A partir de ahí hay dos versiones. En la primera, la llegada de los guachos se describe como una matanza de los grupos indígenas por parte del gobierno (“En Chiapas estaban matando indígenas, y decían que iban a venir a matarnos a nosotros también, porque somos indígenas”). En la segunda versión, se trata de una estrategia preventiva para evitar que el movimiento zapatista se esparciera hacia otros estados.

Pero todos coinciden con que la masacre de El Charco representa un cambio absoluto en la estrategia de militarización de la zona. El 7 de junio de 1998, en la comunidad de El Charco, elementos del Ejército irrumpieron en una escuela primaria en la que un grupo de indígenas se encontraba reunido en asamblea para tratar asuntos relacionados con proyectos productivos para sus comunidades.  El resultado fue de 11 muertos, cinco heridos, y 22 personas trasladadas a la Novena Región Militar, en donde fueron torturados y retenidos por dos días.

La versión oficial del suceso, a cargo del entonces Subprocurador General, fue que se trató de un enfrentamiento entre las Fuerzas Armadas (que buscaban aplicar la Ley de Armas de Fuego y Explosivos como parte de su campaña anti-drogas), y un grupo de guerrilleros armados (que se encontraban en una reunión subversiva y dispararon a los soldados cuando éstos pidieron que entregaran sus armas). En las historias de los sobrevivientes, de otros habitantes de Ayutla, y de las principales organizaciones de la sociedad civil (OSCs) de la región, se trató de una masacre del Ejército contra miembros de la sociedad civil organizada que no tienen ningún vínculo con grupos guerrilleros.

A partir de entonces, describen una agudización de la militarización en la zona Me’phaa (tlapaneca) y Na’savi (mixteca), que incluye la instalación de retenes, patrullaje e interrogatorios por parte de miembros de las Fuerzas Armadas, policías ministeriales y judiciales, y grupos civiles armados a los que se relaciona con el Ejército.

El papel expansivo del Ejército se refleja en un aumento en el número de tropas presentes en la región de la Costa Chica, que el gobierno federal justifica como parte de su estrategia de combate al narcotráfico. Esto ha implicado un incremento en la participación del Ejército en funciones de seguridad pública, lo cual lleva a un mayor contacto entre los miembros de las Fuerzas Armadas y los habitantes de la región.  El resultado ha sido, en los últimos tres años, una notable elevación en las quejas y demandas por violaciones a los derechos humanos por parte de este organismo. 




Así, en regiones como la Costa Chica de Guerrero, los guachos dan más miedo que los que otros conocemos como soldados. Y si partimos de la experiencia de estas y otras muchas comunidades que históricamente han sido violentadas por las fuerzas armadas, la estrategia de militarización del país emprendida por el gobierno de Felipe Calderón se vuelve no sólo preocupante, sino aterradora.