Al
fin que allá están peor
En México la
tasa anual de homicidios es de 18 por cada cien mil habitantes. Es decir, tres
veces la tasa mundial. Pero no hay que preocuparnos, al cabo que en Colombia es
de 39 y en El Salvador, de 55.
Los números en
Brasil son parecidos a los de nuestro país: 19 homicidios por cada cien mil
personas. Sólo que allá están más preocupados, y desde hace varios años, porque
en lugar de imputar la responsabilidad de estos asesinatos al enfrentamiento
entre cárteles de drogas y pandillas, los brasileños lo perciben como un
problema de violencia policial.
Sucede que en
las favelas brasileñas, los policías tienen cheque en blanco para matar. En
palabras de algún analista, si un policía en Río mata a alguien, esa persona se
convierte, ipso facto, en un
narcotraficante. Expertos en el tema se preguntan a qué se debe que en una
democracia la policía despliegue los niveles de brutalidad que ejercen en aquel
país, principalmente en contra de jóvenes pobres y de piel obscura. La
respuesta que dan algunos es que se trata de una herencia de las dictaduras
militares que dominaron el país en décadas anteriores.
A diferencia de
otras instituciones, que con el derrocamiento de los gobiernos militares han
sido reformadas hacia una lógica más democrática, la policía permaneció casi
intacta. La derecha, pensó que era buena idea mantener algunas de las
instituciones estables. La izquierda, pensó dos cosas: a) que la policía
representaba un instrumento de control por parte de los conservadores, por lo que
a los liberales no les tocaba intervenir; y b) que la necesidad de una policía
es consecuencia de problemas estructurales, mientras que el deber de la
izquierda estaba en atender las causas de fondo. Al lavarse las manos, los
sectores de la izquierda brasileña tácitamente permitieron que la policía
conservara la estructura que desarrolló durante la dictadura.
Lo anterior
implica que en cada estado hay dos policías: la civil y la militar, sin
coordinación entre ellas y en constante tensión. Implica una fuerza pública
que, lejos de producir condiciones de seguridad, es perpetradora de algunas de
las peores atrocidades. Implica una ausencia de mecanismos de rendición de
cuentas y el consecuente abuso del poder, que han ocasionado que la gente tema
más a la policía que a los militares. Y esto a pesar de la carga histórica del
ejército tras dos décadas de opresión por parte suya.
En México, la
ausencia de un régimen militar explícito amortiguó en años pasados la
percepción sobre la necesidad de una reestructuración de las fuerzas
policiales. Pero lo cierto es que las demandas en torno a violaciones de
derechos humanos por parte de la policía son abundantes. Lo cierto también es
que las principales reformas a las leyes de seguridad pública se han dado en
tiempos de fuerte represión.
Habría que examinar
si la actual estructura de la fuerza pública es herencia de la Guerra Sucia. Habría que investigar
cuántos de cada 18 homicidios son cometidos por integrantes de la policía. Y
habría que preguntarnos qué tipo de propuesta se puede ofrecer, desde la
izquierda, para reformar esta institución. Sobre todo en un contexto en el que
está de moda proceder con la fuerza pública para ahorrarse otros canales de
acción. Esto para evitar que, por lavarnos las manos y achacar el tema al otro
lado del espectro, la cosa se ponga aún peor y en lugar de compararnos con
Brasil, empecemos a analizar el caso de El Salvador.