En Ayutla de los Libres, municipio de la Costa Chica de Guerrero, a los soldados
les dicen guachos. Y así como cambia el nombre, parece que cambiara
también la figura, o lo que ésta representa. Mientras que la opinión pública
nacional, de acuerdo a encuestas, califica al Ejército como una de las tres
instituciones más confiables del país, en las historias de la gente de Ayutla
los militares significan miedo, represión y abuso de poder.
Algunos dicen que los guachos llegaron a
Ayutla desde los setenta, durante la Guerra Sucia cuando combatieron a los
movimientos guerrilleros de Cabañas y Vázquez, y que desde entonces han
permanecido ahí. Para otros, la memoria histórica es corta: dicen que los
soldados llegaron en 1994 en respuesta al levantamiento zapatista. A partir de
ahí hay dos versiones. En la primera, la llegada de los guachos se
describe como una matanza de los grupos indígenas por parte del gobierno (“En
Chiapas estaban matando indígenas, y decían que iban a venir a matarnos a nosotros
también, porque somos indígenas”). En la segunda versión, se trata de una
estrategia preventiva para evitar que el movimiento zapatista se esparciera
hacia otros estados.
Pero todos coinciden con que la masacre de El
Charco representa un cambio absoluto en la estrategia de militarización de la
zona. El
7 de junio de 1998, en la comunidad de El Charco, elementos del Ejército
irrumpieron en una escuela primaria en la que un grupo de indígenas se
encontraba reunido en asamblea para tratar asuntos relacionados con proyectos
productivos para sus comunidades. El resultado
fue de 11 muertos, cinco heridos, y 22 personas trasladadas a la Novena Región
Militar, en donde fueron torturados y retenidos por dos días.
La versión oficial del suceso, a cargo del entonces
Subprocurador General, fue que se trató de un enfrentamiento entre las Fuerzas
Armadas (que buscaban aplicar la Ley de Armas de Fuego y Explosivos como parte
de su campaña anti-drogas), y un grupo de guerrilleros armados (que se
encontraban en una reunión subversiva y dispararon a los soldados cuando éstos
pidieron que entregaran sus armas). En las historias de los sobrevivientes, de
otros habitantes de Ayutla, y de las principales organizaciones de la sociedad
civil (OSCs) de la región, se trató de una masacre del Ejército contra miembros
de la sociedad civil organizada que no tienen ningún vínculo con grupos
guerrilleros.
A partir de entonces, describen una agudización de
la militarización en la zona Me’phaa (tlapaneca) y Na’savi (mixteca), que incluye
la instalación de retenes, patrullaje e interrogatorios por parte de miembros
de las Fuerzas Armadas, policías ministeriales y judiciales, y grupos
civiles armados a los que se relaciona con el Ejército.
El papel expansivo del
Ejército se refleja en un aumento en el número de tropas presentes en la región
de la Costa Chica, que el gobierno federal justifica como parte de su
estrategia de combate al narcotráfico. Esto ha implicado un incremento en la
participación del Ejército en funciones de seguridad pública, lo cual lleva a
un mayor contacto entre los miembros de las Fuerzas Armadas y los habitantes de
la región. El resultado ha sido, en los
últimos tres años, una notable elevación en las quejas y demandas por
violaciones a los derechos humanos por parte de este organismo.
Así, en regiones como la Costa Chica de Guerrero, los guachos dan más miedo que los que otros
conocemos como soldados. Y si partimos de la experiencia de estas y otras muchas comunidades que históricamente han sido violentadas por las fuerzas armadas, la estrategia de militarización del país emprendida por el gobierno de Felipe Calderón se vuelve no sólo preocupante, sino aterradora.