Por encima del Río Suchiate cruzan los puentes
fronterizos Ing. Luis Cabrera y Dr. Rodolfo Robles, entre Ciudad Hidalgo,
México, y Tecún Umán, Guatemala. Cada día, unas 500 personas atraviesan
legalmente de un país a otro por estos puntos de acceso. Si uno se asoma hacia
abajo desde cualquiera de los puentes y abre los ojos, puede ver decenas de
balsas construidas con llantas de hule y vigas de madera que vienen y van de un
lado al otro de la frontera. De Hidalgo a Tecún transportan mercancía, y en la
otra dirección, personas. En estas balsas, a sólo algunos metros de los puentes
y las casetas, plenamente visibles por las autoridades migratorias pero sin
autorización legal, decenas de personas entran cada día a México. Gran parte de
ellos son centroamericanos, aunque también vienen de Sudamérica y del Caribe, e
incluso de África, Asia y Europa.
Aunque no hay cifras oficiales, se
calcula que 170 mil personas entran cada año al país con el objetivo de cruzar
a EEUU. Pero antes, tienen que atravesar 4,000 kilómetros de territorio
mexicano. La mayoría entra sin permiso legal, lo que los coloca en una situación
de vulnerabilidad ante las autoridades mexicanas y los grupos de delincuencia. Para
que México otorgue un permiso de tránsito legal hay sólo un requisito: que cuenten
con VISA para EEUU. Es decir, si Estados Unidos autoriza a una persona a
ingresar a su territorio, esta persona puede pasar por México. Pero si no tiene
permiso de entrar a territorio estadounidense, tampoco podrá entrar a México como
transmigrante. Así, la política migratoria mexicana está en función de los
intereses del vecino del norte. La consecuencia es que cientos de miles de
personas se ven obligadas a atravesar el país en la clandestinidad, con todos
los riesgos que esto implica.
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Durante el mes de septiembre, pasé algunas semanas en
un albergue para migrantes en Tapachula, Chiapas. Quería diseñar un proyecto
relacionado con la situación migratoria en la región. Contacté al Padre Flor
María, director del albergue para migrantes, y aceptó recibirme. “Quiero que
vivas esta experiencia por completo,” me dijo al llegar, “por eso no te voy a
dar nada que hacer. Usa todo tu tiempo para hablar con los huéspedes de la
casa. A ver qué aprendes de ellos.” Y así, a través de las historias de
migrantes y refugiados de todos los continentes, me asomé durante algunos días
a un México que parecía distinto al que siempre he conocido.
En México hay alrededor de 50
albergues de migrantes, distribuidos en diferentes ciudades y financiados por
la Iglesia Católica u otras organizaciones de la sociedad civil. Ofrecen
estancia y comida sin costo a los migrantes durante tres o cuatro noches, para
que descansen y luego continúen su viaje. En Tapachula hay dos: el Albergue
Belén, del Padre Flor de la orden scalabriniana, y Jesús el Buen Pastor, donde la
señora Olga Sánchez recibe a los migrantes que, por enfermedad o lesiones
serias, no pueden continuar su viaje. Aquí llegan los hombres, mujeres y niños
que han perdido alguna parte del cuerpo al caer del tren.
El primer día que pasé en el
albergue no supe bien qué hacer conmigo. Me sentía incómoda por ser casi la
única mujer entre 50 hombres, y casi la única mexicana entre decenas de
extranjeros. Después de la cena me encontré con un grupo de hombres jugando
cartas y me invitaron a jugar. A partir de entonces nos fuimos volviendo amigos,
y durante las siguientes semanas me obligaron a replantear casi todo lo que
había asumido sobre la migración.
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Nelson tiene 25 años y es salvadoreño. Nació en el
pueblo de Sonsonate y vivió ahí hasta hace poco cuando se mudó a San Antonio
del Monte, junto con sus hermanos Julio y Carlos, para ir a la universidad.
Entre los tres abrieron un Ciber Café para mantenerse mientras estudiaban. Pero
en El Salvador, abrir un negocio tiene un precio alto. Las ciudades están bajo
control de las pandillas y cualquiera que desee hacer uso de suelo debe
atenerse a sus reglas y pagar la cuota mensual de 300 dólares. A cambio, los
pandilleros prometen no matarte, ni quemar tu local. Tú decides si la pagas.
Ellos tres decidieron irse. Juntaron todos sus ahorros, dejaron a un amigo a
cargo del Ciber, y se subieron a un autobús rumbo a Guatemala. Con 100 dólares
cada uno, el plan era cruzar a Estados Unidos. Llegaron hasta Veracruz. Ahí, un
grupo de Zetas los secuestró y torturó. No pudieron continuar el viaje y, casi
dos meses después, nos encontramos en el Albergue Belén.
Antes era más fácil cruzar. El
tren salía desde Tapachula, las personas se subían en los techos y viajaban hasta
el siguiente poblado, en donde comían y descansaban para volver a treparse. El
principal peligro era que las autoridades migratorias o policiales los
extorsionaran o, en el peor de los casos, los deportaran. Pero en años
recientes el secuestro por parte de las bandas de crimen organizado se ha
convertido en la principal amenaza. De septiembre de 2008 a febrero de 2009 la
CNDH detectó casi 10 mil casos de migrantes que habían sido secuestrados en su
paso por México. Esta cifra es sólo una fracción del total, ya que el índice de
denuncia es mínimo. Además, en lo que va del 2010 el número ha ido en aumento,
a pesar de que el total de transmigrantes en territorio mexicano ha disminuido.
Debido a la logística de su viaje,
los transmigrantes se vuelven blanco fácil para este tipo de crímenes. Incluso
suponiendo que fuera económicamente viable, no podrían viajar en autobús. En
las carreteras del sur de México hay garitas del Instituto Nacional de
Migración, agentes migratorios o militares abordan los camiones para revisar
los papeles de algunos pasajeros. La elección se hace en base a las
características físicas. Yo viajé con un amigo de Tapachula a Arriaga, y en un
trayecto de cuatro horas nos pidieron nuestras identificaciones cuatro veces.
“Tenemos la orden de revisar a todos los que no parezcan de la región,” nos
explicó un soldado. “Ahora sí que les tocó por ser güeritos.” También les tocó
a los dos más morenos del camión.[1] Si
alguno no puede acreditar su legal estancia en el país, los mandan a una
estación migratoria y lo deportan.
Por eso viajan en tren. Pero el
tren ya no pasa por Tapachula, y los migrantes que entran por ahí deben de
llegar a Arriaga de otra manera. Viajan en combis de pueblo a pueblo y para
esquivar a las autoridades migratorias se bajan un poco antes de llegar a la
garita. Entonces caminan; para alejarse de la carretera se adentran en el
campo, la selva o los montes. Más adelante, varias horas después, se suben a
otra combi. Gran parte de los secuestros de migrantes ocurre en este punto,
cuando se ven obligados a transitar por territorios remotos.
Pero los secuestradores no
necesitan esconderse para atrapar a sus víctimas. Los Zetas controlan toda la
ruta de paso. Los polleros les pagan una cuota de 200 dólares por cada persona
que quieran cruzar. Las personas que vienen sin guía, como Nelson y sus
hermanos, es difícil que crucen. En el tren viajan centroamericanos y mexicanos
que se hacen pasar por migrantes y reportan a los Zetas cuántos viajeros vienen
en cada vagón. Así, cuando el tren llega al siguiente pueblo, los Zetas ya
están ahí y saben exactamente cuántos vienen de cada país. Ninguno escapa.
El secuestro de transmigrantes es
un buen negocio para las bandas de crimen organizado. Primero, porque son
un blanco fácil y, al no existir
registro de su presencia en México y estar lejos de sus familias, su
desaparición pasa desapercibida durante más tiempo que en otros casos. Además,
denunciar implicaría entregarse a las autoridades y ser deportados por estar en
el país sin papeles, por lo que muchos prefieren pagar el rescate y seguir con
su viaje. Según la CNDH, la cuota de rescate es de entre 2000 y 5000 dólares,
con un promedio de 2500. A pesar de las condiciones de pobreza que enfrentan
las familias de las personas migrantes, casi siempre pagan el rescate o, al
menos, una fracción. De no ser así los secuestradores matan a la víctima frente
a los demás. La actividad genera más de 25 millones de dólares al año, y la
cifra va en aumento.
El incremento en los secuestros a
migrantes está relacionado con el combate al narcotráfico por parte del
gobierno calderonista. Bandas delictivas como Los Zetas, que están entre las
más perseguidas por las autoridades, han tenido que buscar formas alternas de
financiamiento. Un razonamiento así está detrás del argumento de Alejandro
Poiré, en el que sostuvo que si se legalizaran las drogas, los narcotraficantes
buscarían otras actividades ilegales.
Sin embargo, en este razonamiento
falta una pieza clave. Los secuestros se hacen tan abiertamente que es
imposible negar la complicidad de las autoridades. “Aquí todos sabemos quiénes
son los que secuestran. Si las autoridades no los detienen es porque no
quieren,” dice el padre Heyman, director de la Casa del Migrante en Arriaga.
Afuera del Albergue Belén todas las tardes se sientan cinco hombres que
trabajan para los Zetas. Son los “orejas”: buscan obtener información sobre los
migrantes que llegaron a Tapachula y las rutas que van a seguir. Todos saben
que son Zetas pero llevan meses ahí, e incluso han llegado a hospedarse en el
albergue, sin que nadie los detenga. Aunado a esto, el envío de dinero de las
familias centroamericanas a los secuestradores a través de Western Union sería insostenible sin la complicidad de empresarios.
Mientras este tipo de conductas por parte de autoridades y civiles se permita,
el combate al crimen organizado será imposible. Con o sin legalización de las
drogas.
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Hace poco, Amnistía Internacional presentó su informe
“Víctimas Invisibles. Migrantes en Movimiento,” que sirvió como base para el
documental de Gael García, “Los Invisibles”. El tema de los transmigrantes
centroamericanos ha sido objeto de fuerte atención mediática en fechas
recientes, no sólo en medios de comunicación sino también en los tres foros
internacionales sobre migración que han tenido lugar en nuestro país en las
últimas semanas. Tanto se habla de ellos que pareciera que no son tan
invisibles.
Sin embargo, la situación de los
transmigrantes en México representa una crisis – y gravísima. Justamente porque
no los vemos. Así como las personas indocumentadas son invisibles ante la ley
porque no existe un registro de su presencia que permita considerarlas, muchas
veces acaban siendo invisibles también ante la sociedad porque no entendemos lo
que implica su condición y, por lo tanto, no forman parte de nuestro marco de
pensamiento. Al igual que ante otras cosas desagradables o dolorosas, hemos
decidido cerrar los ojos. Los transmigrantes viven en uno de esos otros Méxicos
que insistimos en negar como el propio. Y mientras sigamos viviendo una vida
paralela sin preocuparnos ni ocuparnos de lo que el otro enfrenta como
realidad, independientemente de lo que el gobierno haga o deje de hacer jamás
seremos una sociedad que respete las más básicas condiciones de dignidad
humana.
[1]
Una de las disposiciones más polémicas de la Ley Arizona SB1070 era el hecho de
que las autoridades podrían basarse en las características físicas para exigir
a las personas que se identificaran como ciudadanos estadounidenses. Resulta
que hacemos exactamente lo mismo, sólo que por fuera de la ley, porque en
México no hay ninguna ley que nos obligue a cargar una identificación para
transitar de un estado a otro.